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A PESAR DEL ÉXITO DEL EXPERIMENTO, NO CONSIGUEN FINANCIACIÓN  



Alejandra Abad  08/09/2011  (06:00h)

“Mamá, estás despeinada, tienes más pelo para un lado que para el otro”. El momento en que Leonor escuchó a su hijo David diciéndole esta frase, no pudo evitar romper a llorar y abrazarse a él. A los ingenieros y a los neuropsicólogos presentes en el laboratorio también se les empañaron los ojos. David, a sus 34 años, había conseguido ‘ver’ cuán despeinada estaba su madre, a seis metros de distancia, después de llevar 22 años totalmente ciego. Y no por un milagro ni por una alucinación, si no por los quince años de trabajo que un equipo de investigadores españoles han dedicado a desarrollar un dispositivo que hace que los invidentes ‘vean’ a través de impresiones táctiles.


Son integrantes del departamento de Psiquiatría y Psicología Médica de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) y algunos de los mejores ingenieros nacionales, pero también son, como dice uno de ellos, Juan Matías Santos, “los campeones de lágrimas” que se emocionan cuando consiguen que alguno de ‘sus chicos’ vea algo.

Así les ocurrió con una niña de 4 años, ciega desde los 2, cuya capacidad de aprendizaje asombró al doctor Tomás Ortiz, director del proyecto. Al igual que David, con una simple e inocente frase, “Mamá, ¡que veo!”, consiguió hacer feliz a su madre y a todos los participantes  en el proyecto.

Ortiz recuerda con cariño ese momento, pero confiesa que su mayor ilusión científica fue cuando uno de los primeros pacientes le comunicó por teléfono que podía ‘ver’. La mujer de este invidente no terminaba de creérselo y le preguntaba: “Pero tú qué te crees, ¿que has estado en Lourdes?”. Curiosamente, Ortiz era igual de escéptico. “No me lo esperaba, y de hecho no me lo creí hasta que le hice las pruebas y vi que, efectivamente, había actividad en la zona del cerebro en la que se ubica la vista”, reconoce. Con ello se pudo confirmar a sí mismo que su trabajo no había sido en balde.

Trece años de sufrimiento y dos de alegría

Porque detrás de este pequeño dispositivo de 90 gramos hay trabajo, y mucho. En concreto, “trece años de sufrimiento y dos de alegrías”, como asegura Ortiz. Cuando arrancaron en 1996, el ‘invento’ con el que trabajaban era una silla que pesaba más de 40 kg. y que aplicaba los impulsos en la espalda del invidente. Ahora pesa menos de 200 gr. y se puede llevar en el bolsillo.

Gracias a este terminal, cuyo tamaño es el de una cajetilla de tabaco, el invidente lleva unas gafas con una cámara incorporada que está conectada a un chip procesador. Ese chip convierte las imágenes en impulsos y las envía al dispositivo, provisto de cientos de filamentos (como agujas pequeñas no punzantes) que se mueven de una forma u otra en función de lo que estén ‘viendo’. Por eso los invidentes que se han presentado voluntarios para la investigación han necesitado un entrenamiento de tres meses, para aprender a ‘leer’ esas señales y saber reconocer el movimiento. Algo así como el morse, en el que puntos y rayas se convierten en letras, con este dispositivo los ‘pinchazos’ pueden ser líneas, círculos u obstáculos.

A eso se le llama generar una nueva neuroplasticidad, es decir, crear una nueva manera de que las neuronas se conecten en el cerebro, de forma que, aunque el ojo esté dañado, el cerebro sí pueda ‘ver’. De esta forma, en cinco años máximo, los 40 millones de invidentes que hay en el mundo podrán dejarse en casa el tradicional bastón y ‘navegar’ por la calle percibiendo perfectamente los obstáculos. Incluso los que no pueden evitar con el bastón, como los bolardos o los toldos. Parece ciencia ficción, pero es sólo ciencia.

Pero todavía puede mejorarse. El equipo de Ortiz quiere encontrar la forma de acoplar dos cámaras en lugar de una en las gafas, para que puedan ofrecer visión estereoscópica y en profundidad, y más adelante tienen pensado avanzar en las tonalidades de grises e incluso trabajar sobre los colores, además de recortar el tiempo necesario para el entrenamiento.

Con ideas pero sin dinero

Desgraciadamente, no hay presupuesto para que los investigadores avancen todo lo rápido que deberían. Aún no han cobrado el dinero de una beca con la que fueron agraciados y, en general, la financiación pública no les ayuda a avanzar. Quienes sí les han ayudado han sido la Comunidad de Madrid y la Fundación Esther Koplowitz, con cuyas becas y subvenciones los investigadores han conseguido convertirse en uno de los equipos punteros en su campo.

Si lograran obtener la financiación necesaria, además, los investigadores querrían avanzar con ciegos congénitos. En España, afortunadamente, hay pocos, (David, por ejemplo, sufrió un desprendimiento de retina) pero en otros países como Argentina son legión. “Allí usan aún las incubadoras antiguas, que pueden provocar opacidad en los ojos de niños prematuros por el exceso de oxígeno”, explica Matías Santos. Su sueño, lo cuenta con ilusión, sería poder trabajar con los niños que ya tienen localizados en el país latinoamericano (donde ya tienen un convenio firmado con la Fundación Nano) y probar el dispositivo con ellos. Pero, sin dinero, no hay visión por impresión táctil, al menos de momento.

Por cierto, a David se le murió su perro guía hace poco, pero ha decidido no pedir otro.

     
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